Punto de partida

La vida se compone de un sinfín de momentos, muchos de ellos inolvidables y otros totalmente prescindibles, aunque todos, finalmente, nos ayudan a ser lo que somos hoy. Es difícil aglutinar muchas de estas vivencias, la gran mayoría, finalmente, abocadas al olvido. Pero siempre hay oportunidades de mantenerlas en la memoria y, por qué no, compartirlas con otros, en un afán por rescatar aquello que nos ha hecho felices en un determinado momento o que ha contribuido a cambiar nuestra vida en otro. Desde la máxima humildad, faltaría más, este blog pretende ser un compendio de todo ello. Una mirada al pasado para afrontar el futuro, disfrutando, siempre, del presente.

martes, 13 de julio de 2010

Sí... Campeones del Mundo

Final de la Copa del Mundo de Fútbol. Sudáfrica. 22:57 horas de un 11 de julio de 2010. Una fecha cualquiera en el calendario que, sin embargo, pasará a formar parte de nuestra historia deportiva. En ese instante, Cesc Fábregas daba entre líneas un soberbio pase a Andrés Iniesta que éste colocaba tras la red del holandés Stekelenbug. España ganaba así a La Naranja Mecánica después de un partido agónico, al borde de los penaltis (el balón entró en el minuto 116 de la prórroga) y marcado por la agresividad de los contrarios en el terreno de juego, reacios a perder, por tercera vez esta vez, un nuevo Mundial.

La grandeza de España ha sido tal, que Sudáfrica y el mundo entero no han podido por menos que rendirse ante su Selección. Un equipo dentro, y fuera del campo, en el que las distancias, las procedencias y las rivalidades son olvidadas por el afán de compañerismo, las ganas de disfrutar y la deportividad en el terreno de juego, aderezado todo ello por un toque del balón constante y una complicidad que convierte en bella cualquier aproximación al área contraria, por tímida que parezca. Ingredientes que componen una receta perfecta.

Desde el capitán Íker Casillas (todos sabemos las veces que nos ha salvado de la derrota), hasta el goleador Villa (¡Arriba guaje!), la Selección ha contado con los más prometedores jugadores de nuestro país y ha logrado sacar lo mejor de todos ellos de la mano de un técnico genial en sus formas y decisiones: Vicente del Bosque. Han sido Carles Puyol (su constancia nos llevó a la Final), Gerard Piqué (no hay balón que pase por Piqué). Sergio Ramos (infatigable), Capdevila (el mejor control por la banda), Sergio Busquets (la gran revelación del Mundial), Xavi Hernández (el organizador de jugadas por excelencia), Xavi Alonso (sus lanzamientos en largo son impresionantes), Andrés Iniesta (la genialidad en una esencia), Pedro (venga a correr), Cesc Fábregas (su dinamismo dio alas a La Roja), Torres (llegó tocado al Mundial y no se sobrepuso), Fernando Llorente (¡Gracias por ese partido ante Portugal!), Silva (la mejor asistencia), Navas (incansable), o Marchena (el talismán de la Selección). Otros, como Albiol, Arbeloa, Javi Martínez, Juan Mata, Pepe Reina o Victor Valdés, quizás no hayan disputado su minuto de gloria en tierras sudafricanas. Mas son parte de esta Selección como el que más y alientan esa unión que les ha allanado el camino a la gloria. Sin todos ellos, no habría sido lo mismo.

Poco importan aquellos comentarios que han querido provocar fisuras en sus filas o causar desaliento en sus jugadores. La recompensa es demasiado importante para quedar anulada por palabras ladinas y bocas maliciosas. España ha roto su maldita historia. Aquella que le llevaba a caer siempre antes de Cuartos y a ser conocida como una Selección prometedora, pero poco cumplidora... pese a la ilusión de su país.

Arropados por una afición incondicional y al ritmo de vuvuzelas, los españoles superaron una primera derrota ante Suiza y se convirtieron en líderes de Grupo tras ganar a Honduras y Chile. Rompieron la racha imbatida de Portugal y desafiaron la mala suerte ante Paraguay. Completaron su leyenda y confirmaron su posición de liderazgo ante Alemania, arrebatando a una de las grandes favoritas su derecho histórico a disputar la Final del Mundo. Las tornas habían cambiado y los germanos, perdedores de la Copa de Europa en 2008 ante La Roja, lo sabían muy bien.

Hoy todos nos sentimos orgullosos de ser españoles, un sentimiento curioso en un país como el nuestro, donde las banderas han sido ocultas durante muchos años y los alardes de patriotismo se han marginalizado por su posible relación con una dictadura que la gran mayoría ni siquiera hemos vivido.

Hoy se acabaron las vergüenzas y todos gritamos, con el pecho lleno de orgullo y satisfacción: "Yo soy español, español, español...". Tal afirmación, que parecería ampulosa en la mayor parte de los países, supone una liberación y una declaración de intenciones para España ante el mundo.

Porque por encima de todas aquellas diferencias que nos separan, de aquellas fronteras que delimitan nuestras Comunidades Autónomas, del sentimiento de nacionalismo que anida en muchos de nuestros vecinos o, incluso, por encima de una historia que ya va siendo hora de superar (sin olvidar por ello lo aprendido), hoy España se presenta ante el planeta orgullosa de su gente. Y nosotros, orgullosos al fin de ella.

¿Se acabaron los problemas en nuestro país? ¿Se acabaron las preocupaciones del día a día? En absoluto, aunque habrá tiempo de pensar en ello.

Hoy, sin embargo, preferimos sentirnos una vez más henchidos de satisfacción por las alegrías que nos da nuestro deporte. Y poco importa que un balón, jabulani, para más inri, sea el motivo de lo que algunos consideran 'histeria colectiva'.

Ya va siendo hora de presumir de nuevo y si un Mundial sirve para recordarnos aquellas cosas buenas que nos unen a todos, bienvenido sea.

Así que, déjennos disfrutar. Al fin y al cabo, somos campeones del mundo.


martes, 18 de mayo de 2010

Derecho a ‘no votar’

Hace un par de semanas, Pedro Ruiz (a quien entrevisté dentro de los Encuentros Culturales de la Central Nuclear de Trillo) me contó que era apolítico porque a lo largo de su vida había descubierto las falacias que contiene el escenario gubernamental (o mejor dicho, circo) y todo aquello que lo rodea. “Cuando tu entras a una tienda, si no te gusta el género no tienes por qué comprar nada. Y eso no te quita el derecho a opinar sobre ello. Más bien todo lo contrario, porque al final pagas igual que el resto por unos ‘productos’ que no has elegido”. Me dio una nueva perspectiva sobre mis ‘derechos y deberes’ como ciudadana. ¿Por qué votar cuando no me gustan las opciones que hay?
Una reflexión adecuada en unos días de gran resaca, de esas que te hacen estallar la cabeza, te llenan de malestar y te avergüenzan por lo sucedido la noche anterior. Sólo que en estos momentos, la vergüenza es ajena y la rabia generalizada porque, una vez más, los ciudadanos pagamos los vaivenes de aquellos que cierto día nos prometieron una vida mejor y que ahora nos ponen contra las cuerdas después de dos años de crisis económica.

Todavía somos muchos los que no terminamos de creer algunas de las medidas anunciadas por el Gobierno de la nación, materializadas en el mayor recorte de derechos sociales que se conoce en democracia (entre las decisiones anunciadas por el Ejecutivo para que el país ‘supere’ el 11,2 % de déficit y el más del 20% de paro, destaca un descenso del 5% en el sueldo de los funcionarios, la suspensión de la revalorización de las pensiones en 2011 o la eliminación del cheque-bebé para el año que viene). Un cúmulo de despropósitos que son tal por el interlocutor elegido y porque proceden de un Gobierno que hace dos años nos ocultó la crisis, para alzarse con el poder, y que lo hizo basando gran parte de su programa en una importante oferta de medidas sociales. Estas medidas sociales. ¿Y ahora qué?

Mientras, la oposición se resquebraja bajo el yugo de la corrupción, el caso Gürtel y los enfrentamientos internos por un poder que se muestra esquivo y que pone pies en polvorosa, precisamente, a causa de esas diferencias que restan credibilidad, seguridad y empatía a cualquier proyecto de futuro.

Atrás quedaron aquellos que comenzaron en el mundo político llevados por un deseo de mejorar las cosas y trabajar al servicio de sus conciudadanos. Los que aún lo piensan duran poco. Pronto, los asaltos de poder, los tratos de favor, las comisiones ocultas y los intereses pasan a un primer plano. La corruptela del Estado se adentra en aquellos que apuran el sillón y rechazan la alternancia, tan necesaria en cualquier Estado de Derecho que quiera evitar los vicios y cohechos.

Lo mismo les da. Ellos seguirán llegando a fin de mes. Mientras, nosotros, todos aquellos que les hemos puesto ahí, malvivimos para cumplir con nuestras obligaciones tributarias y seguir pagando unos derechos ilusorios, que apenas disfrutamos y que ahora se ven mermados, y a unos políticos caraduras que aguantan las críticas con la tranquilidad que da tener el estómago saciado y los bolsillos llenos.

lunes, 19 de abril de 2010

Invisibles





El pasado mes de febrero, Antena 3 estrenó (los domingos por la noche), un peculiar programa que se titulaba ‘Invisibles’. Peculiar porque trataba un tema poco común en las actuales parrillas (tan dadas al espectáculo y al morbo como monedas comunes de cambio): la existencia de aquellos que viven en la calle. Para ello, además, elegía a cinco personajes famosos o conocidos a los que ‘infiltraba’ en el centro de Madrid, primero solos y días después acompañados. El espacio estaba precedido por el documental del mismo nombre estrenado en 2007 y producido por Javier Bardem, en el que se recreaban cinco historias de infortunio vistas por sendos directores consolidados.

Seguí poco el programa. De hecho no pude ver la emisión siguiente y tampoco me esforcé en ver las sucesivas (creo que pronto fue suprimido). La introducción de cinco famosos en la vida de aquellos que más sufren me resultó pretenciosa y cruel. Porque al final, con todo lo que eso nos pueda enseñar, no es ‘justo’ pasar de refilón por las rutinas diarias que no queremos tener con la tranquilidad, no obstante, de que pronto volveremos a nuestra acomodada existencia. Una existencia en la que pasamos de largo ante los más desfavorecidos, evitamos a los que viven en la calle o pensamos que poco podemos hacer por ellos, abotargados ante un día a día en el que la desgracia no se prueba, ni se simula o se finge. La desgracia se sufre y sin veracidad deja de emocionar para convertirse en una mera mueca de una realidad incómoda.

¿Entonces por qué viene hoy a estas páginas, os preguntaréis? Bueno, lo cierto es que el título ha seguido resonando en mi cabeza desde entonces. No ha sido por las historias personales narradas, aun cuando la gran mayoría de ellas te daban fe de lo cerca que alguien puede estar de perder todo y verse en la calle. Tampoco fue por la inclusión del personaje conocido, buena ‘percha’ para la audiencia pero totalmente inútil para la realidad que se vive en el olvido. Ni mucho menos por los conflictos que la llegada de estos nuevos mendigos supuso para sus compañeros de acera.

No. Fue la INVISIBILIDAD, tan presente en todo, en las penas de aquellos que sufren, en las angustias de los que lo pasan mal y son olvidados por el resto, en la desgracia y, lo que es aún más triste, en la apatía de aquel que, ajeno al dolor del otro, pasa junto a él y apenas le mira, como si no existiera. Como si, efectivamente, fuera invisible.

Desde mi más absoluta ignorancia, creo que esa es una de las mayores tristezas que comparten aquellos que malviven entre aceras, bancos y esquinas de muchas de nuestras ciudades. La absoluta sensación de soledad que les embarga, aun cuando están rodeados de gente por todas partes. No existir para el resto. No existir para nadie.

No somos tan distintos, después de todo. La soledad, la sensación de que no importas o te importan, la tristeza de haber pasado de largo y no haber dejado huella en aquellos que nos rodean, es algo que, sin embargo, no es atribuible únicamente a los desamparados. Convive entre nosotros.

Casi todos odiamos la invisibilidad. Para aquellos que, como en este caso, viven en la calle, la mayor desesperanza, el sufrimiento, radica en ver cómo los demás les tratan como si no fueran nadie. Como si no estuvieran allí. Y todos queremos existir, del modo que sea, y, sobre todo, ‘existir’ para los demás, como si nuestra vida, en el fondo, no hubiera sido en vano. Como si hubiera servido. Al menos para alguien.

Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro… Éstos y otros conceptos emergen a menudo asociados a compromisos ineludibles que cumplir a lo largo de nuestra vida para considerar que ésta ha sido plena. Al final, son una forma más de perpetuarnos. De continuar existiendo cuando ya no estemos aquí. De dejar de ser invisibles.

Depende de nosotros. Aunque que no sólo para ser vistos.
También debemos saber mirar.
Todos tenemos una historia.

jueves, 15 de abril de 2010

Un año...

Un año ya sin tí... y cada día te seguimos recordando. Allá donde estés, lo prometido es deuda. No te olvidaremos.

viernes, 26 de marzo de 2010

Un gran vacío

(Artículo realizado por una servidora y publicado en el Anuario de la Prensa de Guadalajara 2009, presentado el 22 de marzo de 2010. Posiblemente el último artículo que publique en este blog específicamente sobre La Tribuna de Guadalajara. Todos hemos pasado ya página. Llega pues el momento de las despedidas).


Un gran vacio
Un enorme fundido en negro y después… la nada absoluta.
Es como recuerdo el día siguiente al último número de La Tribuna de Guadalajara, las jornadas que continuaron, las horas posteriores. Ha pasado el tiempo y nuestras realidades han evolucionado hacia otros sentimientos, otras querencias, otras ilusiones. El recuerdo ya no hace daño y la experiencia enfoca el ánimo hacia un mañana necesario para seguir adelante, porque debe ser así. Pero a pesar de todo, para mí, y creo que para muchos de mis compañeros, el día 27 de julio de 2009 significará siempre un ‘fundido en negro’ dentro de nuestras vidas, de nuestras trayectorias profesionales y, por qué no, también vitales.

Cuando se habla de la ‘nada’, ésta se nos presenta como un gran vacío que inunda todo y en el que no hay cabida para el acompañamiento y la empatía. Y sé que muchos sentimos esa sensación durante las primeras semanas. Las palabras de aliento y las promesas que nos acompañaron en nuestra lucha se vieron sofocadas por las vacaciones veraniegas y la propia rutina. La actualidad de nuestro cierre dio paso a nuevas noticias y testimonios que recoger en los medios, porque todos bien sabemos las condiciones que imperan en esta ingrata profesión nuestra, y conocemos cómo lo que hoy es importante, mañana pasa a escalar puestos en las páginas de interés dando lugar a otras noticias más presentes. Nosotros, tan acostumbrados a realizar ese proceso, también nos convertimos en protagonistas del mismo y tomamos conciencia de algo: La Tribuna no volvería a existir y, lo que es más importante, sus periodistas, pese al trabajo desarrollado en los años precedentes, habían dejado de interesar, subyugados por la crisis económica y la propia cotidianeidad del quehacer periodístico.

Cuando estás tan acostumbrado a dirimir lo que es noticia de lo que no lo es, sabes perfectamente en qué momento el cierre de La Tribuna, y con él tu labor de los últimos años, ha dejado de marcar la actualidad y, por tanto, cuándo es el momento de pasar página. Lo que no es noticiable no existe y es entonces, verdaderamente entonces, cuando tomas conciencia de lo que ha ocurrido y cuando te das cuenta de que la vida que antes llevabas, que marcaba tu día a día y que incluso condicionaba tu existencia personal, ha dejado de existir, o lo que es aún peor, continúa, pero sin ti.

A lo largo de estos meses sé de compañeros que han visto cómo sus teléfonos han dejado de sonar, cómo han sido ignorados por personajes políticos que no dudaron en reclamar su atención durante otras épocas de sus vidas, cuando interesaba, por supuesto, o de qué forma se han sentido totalmente desamparados por aquellos que meses antes elogiaban, e incluso imitaban, su propio trabajo. Y en el fondo, pese a la decepción vivida en algunos momentos, es algo que no me resulta extraño.

Siempre fuimos un medio de comunicación incómodo, que se negó a pactar con las apariencias y lo ‘políticamente correcto’, en un responsable compromiso con la sociedad de Guadalajara que, a menudo, nos obligó a sacrificar nuestras propias vidas en una búsqueda por un periodismo mejor, más atractivo y, sobre todo, contrastado y alejado de los intereses de aquellos que utilizan los medios como mero vehículo para sus propósitos personales. Hoy muchos respiran tranquilos.

No se equivoquen. La Tribuna de Guadalajara fue grande por la gente que trabajó en ella a lo largo de 11 años de forma desinteresada. Personas que, efectivamente, poco entienden de los pactos entre aquellos que mandan. Profesionales ajenos a los subterfugios que sólo pretenden cubrir intereses políticos o económicos en contra de los principios básicos de esta profesión. Aunque nuestra única responsabilidad en el cierre del primer diario alcarreño fue trabajar por un periodismo que consideramos riguroso y responsable con el ciudadano, terminamos pagando cara nuestra inocencia. La crisis impuso sus normas y aquellos que ponían el dinero sobre la mesa dejaron de hacerlo. Simplemente no interesaba.

Hoy las cosas han cambiado. El ser humano evoluciona por naturaleza y los ‘tribuneros’ no hemos sido una excepción. La gran mayoría, azotados por una situación económica adversa, una profesión en constante evolución y un escenario periodístico cuyas bases se tambalean, han tomado las riendas de sus vidas y han invertido este tiempo en formación, cursos de reciclaje y reorientación. Otros han decidido dar un vuelco a sus existencias y los hay, incluso, que han encontrado otro trabajo y han aceptado que La Tribuna ha sido un lugar de paso, aunque nunca una meta.

Sin embargo, hay un sentimiento común: el cariño por la responsabilidad, la nostalgia por los momentos vividos y el orgullo por las noticias publicadas. Porque aunque este primer diario sea ahora tan sólo un recuerdo, la historia de la provincia seguirá alumbrando acontecimientos, inauguraciones y noticias que, en su momento, fueron anunciados por el medio y desvelados por sus periodistas. No lo olviden.

Quizás por ello, poco importa que La Tribuna de Guadalajara se haya convertido hoy en historia; sus profesionales, créanme, están más vivos que nunca.

domingo, 21 de febrero de 2010

Glycerine...

Recuerdo cierto día de primavera. En el césped de la Universidad, primero de carrera y la mochila cargada de sueños e ilusiones. Una guitarra sonaba y entre risas, oí por vez primera esta canción. En aquel momento, presa de la felicidad y la camaradería, me sentí afortunada. El grupo era Bush y la canción, 'Glycerine'.

domingo, 24 de enero de 2010

Haití. Arturo Pérez Reverte.

Me permito dejaros un artículo que el pasado 22 de enero publicaba El Mundo en su edición digital del escritor Arturo Pérez Reverte. Un punto de vista a tener en cuenta en nuestras, a menudo, ansias de salvación ante catástrofes como las de Haití. Para los que elegimos ser periodistas con la ilusión de poder contar algún día las grandes injusticias de este mundo, sus palabras están cargadas de gran sabiduría. Espero que os guste tanto como a mí.

"Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario 'Pueblo' los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete. Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse. Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto.

Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar. En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al Ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos. Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.

Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tiene su puntito, la verdad. Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre. Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica. Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.

Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver. Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi. Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro. Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa. Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales. Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.

Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet. Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos. Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa."

Arturo Pérez Reverte

sábado, 16 de enero de 2010

El país sin Dios

Dicen que Dios ha olvidado a Haití.
Que le dio la espalda cuando la tierra tembló y sumergió en el más absoluto Apocalipsis al país más pobre de América.
Dicen que renegó de ellos al hacer saltar por los aires su única esperanza de futuro, su ilusión por un mañana que ahora comparte porvenir con los cadáveres que se amontonan en las calles.
Que mandó la destrucción en forma de hecatombe hasta sepultar en las cenizas a más de 200.000 personas.

Haití. El país sin suerte. Objetivo de huracanes, lluvias torrenciales, miserias endémicas y ahora, terremotos devastadores, llora la pérdida de sus hijos mientras agoniza, como lo hacen sus supervivientes en cada esquina.

Fosas comunes, hospitales ocupados por las masas y la desesperanza, edificios destruidos y algunas voces, aún entre los cimientos, aunque ya las menos, marcan la realidad de sus gentes, conmocionadas por el momento en el que el mundo, tal y como lo conocían, dejó de existir para siempre y se tornó en un agujero negro, sin fondo, del que parece imposible salir.

El aeropuero internacional de Puerto Príncipe adolece ahora, más que nunca, de sus limitaciones históricas, dificultando una ayuda internacional que pretende poner orden en un país sometido no solo a la muerte, sino también al éxodo, al pillaje y, lo que es peor, a la desesperanza.

Y entre tanto dolor, entre tanta desolación, junto a la devastación, la desdicha y el quebranto, surge una sonrisa, un brillo de ilusión entre las ruinas, un apretón de manos, un abrazo o los ojos de un niño al ver de nuevo a su madre.

¿Habrá un mañana? Posiblemente lo habrá. Auspiciado por la responsabilidad, y parte de culpa, internacional, es más que probable que logre renacer de su destrucción sin apenas tomar responsabilidad en ello, pero con una población, mermada por la masacre, que a duras penas olvidará lo que ha vivido.

Haití agoniza. Mientras nosotros, pobres afortunados, miramos con pena desde la distancia. No permanezcamos impasibles. No porque nos pille lejos, nos resulte incómodo o nos sintamos afortunados por no haber vivido allí. No lo hagamos porque algún día podríamos protagonizar un desastre similar, o por calmar nuestras acomodadas conciencias. No lo hagamos por todo ello. O sí. Lo mismo da. Pero no vivamos en la indolencia.

Ese el mayor desastre.