Punto de partida

La vida se compone de un sinfín de momentos, muchos de ellos inolvidables y otros totalmente prescindibles, aunque todos, finalmente, nos ayudan a ser lo que somos hoy. Es difícil aglutinar muchas de estas vivencias, la gran mayoría, finalmente, abocadas al olvido. Pero siempre hay oportunidades de mantenerlas en la memoria y, por qué no, compartirlas con otros, en un afán por rescatar aquello que nos ha hecho felices en un determinado momento o que ha contribuido a cambiar nuestra vida en otro. Desde la máxima humildad, faltaría más, este blog pretende ser un compendio de todo ello. Una mirada al pasado para afrontar el futuro, disfrutando, siempre, del presente.

domingo, 24 de enero de 2010

Haití. Arturo Pérez Reverte.

Me permito dejaros un artículo que el pasado 22 de enero publicaba El Mundo en su edición digital del escritor Arturo Pérez Reverte. Un punto de vista a tener en cuenta en nuestras, a menudo, ansias de salvación ante catástrofes como las de Haití. Para los que elegimos ser periodistas con la ilusión de poder contar algún día las grandes injusticias de este mundo, sus palabras están cargadas de gran sabiduría. Espero que os guste tanto como a mí.

"Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario 'Pueblo' los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete. Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse. Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto.

Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar. En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al Ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos. Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.

Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tiene su puntito, la verdad. Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre. Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica. Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.

Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver. Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi. Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro. Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa. Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales. Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.

Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet. Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos. Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa."

Arturo Pérez Reverte

sábado, 16 de enero de 2010

El país sin Dios

Dicen que Dios ha olvidado a Haití.
Que le dio la espalda cuando la tierra tembló y sumergió en el más absoluto Apocalipsis al país más pobre de América.
Dicen que renegó de ellos al hacer saltar por los aires su única esperanza de futuro, su ilusión por un mañana que ahora comparte porvenir con los cadáveres que se amontonan en las calles.
Que mandó la destrucción en forma de hecatombe hasta sepultar en las cenizas a más de 200.000 personas.

Haití. El país sin suerte. Objetivo de huracanes, lluvias torrenciales, miserias endémicas y ahora, terremotos devastadores, llora la pérdida de sus hijos mientras agoniza, como lo hacen sus supervivientes en cada esquina.

Fosas comunes, hospitales ocupados por las masas y la desesperanza, edificios destruidos y algunas voces, aún entre los cimientos, aunque ya las menos, marcan la realidad de sus gentes, conmocionadas por el momento en el que el mundo, tal y como lo conocían, dejó de existir para siempre y se tornó en un agujero negro, sin fondo, del que parece imposible salir.

El aeropuero internacional de Puerto Príncipe adolece ahora, más que nunca, de sus limitaciones históricas, dificultando una ayuda internacional que pretende poner orden en un país sometido no solo a la muerte, sino también al éxodo, al pillaje y, lo que es peor, a la desesperanza.

Y entre tanto dolor, entre tanta desolación, junto a la devastación, la desdicha y el quebranto, surge una sonrisa, un brillo de ilusión entre las ruinas, un apretón de manos, un abrazo o los ojos de un niño al ver de nuevo a su madre.

¿Habrá un mañana? Posiblemente lo habrá. Auspiciado por la responsabilidad, y parte de culpa, internacional, es más que probable que logre renacer de su destrucción sin apenas tomar responsabilidad en ello, pero con una población, mermada por la masacre, que a duras penas olvidará lo que ha vivido.

Haití agoniza. Mientras nosotros, pobres afortunados, miramos con pena desde la distancia. No permanezcamos impasibles. No porque nos pille lejos, nos resulte incómodo o nos sintamos afortunados por no haber vivido allí. No lo hagamos porque algún día podríamos protagonizar un desastre similar, o por calmar nuestras acomodadas conciencias. No lo hagamos por todo ello. O sí. Lo mismo da. Pero no vivamos en la indolencia.

Ese el mayor desastre.