Final de la Copa del Mundo de Fútbol. Sudáfrica. 22:57 horas de un 11 de julio de 2010. Una fecha cualquiera en el calendario que, sin embargo, pasará a formar parte de nuestra historia deportiva. En ese instante, Cesc Fábregas daba entre líneas un soberbio pase a Andrés Iniesta que éste colocaba tras la red del holandés Stekelenbug. España ganaba así a La Naranja Mecánica después de un partido agónico, al borde de los penaltis (el balón entró en el minuto 116 de la prórroga) y marcado por la agresividad de los contrarios en el terreno de juego, reacios a perder, por tercera vez esta vez, un nuevo Mundial.
La grandeza de España ha sido tal, que Sudáfrica y el mundo entero no han podido por menos que rendirse ante su Selección. Un equipo dentro, y fuera del campo, en el que las distancias, las procedencias y las rivalidades son olvidadas por el afán de compañerismo, las ganas de disfrutar y la deportividad en el terreno de juego, aderezado todo ello por un toque del balón constante y una complicidad que convierte en bella cualquier aproximación al área contraria, por tímida que parezca. Ingredientes que componen una receta perfecta.
Poco importan aquellos comentarios que han querido provocar fisuras en sus filas o causar desaliento en sus jugadores. La recompensa es demasiado importante para quedar anulada por palabras ladinas y bocas maliciosas. España ha roto su maldita historia. Aquella que le llevaba a caer siempre antes de Cuartos y a ser conocida como una Selección prometedora, pero poco cumplidora... pese a la ilusión de su país.
Arropados por una afición incondicional y al ritmo de vuvuzelas, los españoles superaron una primera derrota ante Suiza y se convirtieron en líderes de Grupo tras ganar a Honduras y Chile. Rompieron la racha imbatida de Portugal y desafiaron la mala suerte ante Paraguay. Completaron su leyenda y confirmaron su posición de liderazgo ante Alemania, arrebatando a una de las grandes favoritas su derecho histórico a disputar la Final del Mundo. Las tornas habían cambiado y los germanos, perdedores de la Copa de Europa en 2008 ante La Roja, lo sabían muy bien.
Hoy todos nos sentimos orgullosos de ser españoles, un sentimiento curioso en un país como el nuestro, donde las banderas han sido ocultas durante muchos años y los alardes de patriotismo se han marginalizado por su posible relación con una dictadura que la gran mayoría ni siquiera hemos vivido.

Hoy se acabaron las vergüenzas y todos gritamos, con el pecho lleno de orgullo y satisfacción: "Yo soy español, español, español...". Tal afirmación, que parecería ampulosa en la mayor parte de los países, supone una liberación y una declaración de intenciones para España ante el mundo.
Porque por encima de todas aquellas diferencias que nos separan, de aquellas fronteras que delimitan nuestras Comunidades Autónomas, del sentimiento de nacionalismo que anida en muchos de nuestros vecinos o, incluso, por encima de una historia que ya va siendo hora de superar (sin olvidar por ello lo aprendido), hoy España se presenta ante el planeta orgullosa de su gente. Y nosotros, orgullosos al fin de ella.
Hoy, sin embargo, preferimos sentirnos una vez más henchidos de satisfacción por las alegrías que nos da nuestro deporte. Y poco importa que un balón, jabulani, para más inri, sea el motivo de lo que algunos consideran 'histeria colectiva'.
Ya va siendo hora de presumir de nuevo y si un Mundial sirve para recordarnos aquellas cosas buenas que nos unen a todos, bienvenido sea.
Así que, déjennos disfrutar. Al fin y al cabo, somos campeones del mundo.